«¡Vincent van Gogh!», balbuceé, anonadado por la presencia del genio legendario. «¡Vincent!, tu gloria brilla en el mundo, y tus obras, resplandecientes como unos fuegos artificiales, iluminan los museos de las naciones y enriquecen las colecciones particulares; tu prodigiosa vida aparece profusamente descrita en ejemplares numerados y nosotros, tus hermanos menores, te amamos y admiramos en nuestros corazones. ¡Tu eternidad debe de ser felicísima al verte tan reconocido y honrado, festejado, venerado, colmado! Tú, que mientras viviste jamás pudiste vender a los ricos ni uno sólo de tus prestigiosos cuadros, he aquí que estos mismos ricos se disputan a base de millones el más pequeño de tus estudios, Tú, que no encontraste ningún apoyo entre los inteligentes, he aquí que esos mismos inteligentes te consagran como un genio, sin que nadie se lo haya pedido. Tú, que padeciste las burlas y las injurias de los imbéciles, he aquí que estos mismos imbéciles te alaban y te defienden ahora, cuando ya nadie te crucifica».
«Pobre idiota, ¿te imaginas que toda esa mascarada de plumíferos asalariados, de especuladores desvergonzados y de imbéciles triunfantes, me honran y se justifican cuando pagan millones por lo que rechazaron a cambio de un mendrugo de pan mientras estaba vivo y tenía dientes pero nada que comer?
¿De verdad crees que la vanidosa canalla que me hizo pasar por loco y que en la actualidad se engorda con mis despojos mientras prodiga consejos hipócritas a los artistas que desesperan en el mundo, crees digo, que los bendigo en mi corazón?
No, les maldigo sin cesar, y mi maldición se adhiere a sus lomos de asnos ignorantes como una túnica envenenada, pues enriquecen estúpidamente a los muertos que ya no pueden utilizar su dinero, mientras dejan morir en la miseria a los vivos que les rodean. Les visito, a esos gloriosos que especulan bajo el abrigo del arte, al que odian en secreto. Les visito, a esos conocesabios (savantages) que babean triunfalmente sobre mí, después de haberme vomitado encima, a fin de complacer a los eternos mediocres que dictan la ley en el mundo. Les visito y les golpeo en todo lo que aman. (...) No soy el único en decirte todo esto, ¡mira!»
En efecto, vi otras formas que se habían unido a la primera y que se comunicaban mediante unos hilos enroscados como hebras de lana. Allí estaba el tío Cézanne, reconocible por su enorme cabeza y por sus ojos hundidos bajo la maleza de sus cejas. Gaugin se reía burlonamente con su tobillo herido, sólo dijo una cosa: «¡Oh, los polis que pintan!» Seguramente pensaba en los gendarmes que, después de haberlo perseguido, se pusieron a pintar como todo el mundo. El aduanero Rousseau estaba a punto de lanzar su violón que blandía como una maza. Millet quitaba el barro de sus zuecos, pacíficamente añadió: «Las vacas». Quizá soñase en todas las que había pintado y no lo habían alimentado mientras que ahora engordaban a los traficantes establecidos en el mundo. Pizarro asentía con la cabeza, las manos apoyadas en las rodillas, como tras una larga jornada de trabajo; finalmente añadió: «Por suerte existen los falsificadores para poner con retraso los cuernos a todos esos malvados» Renoir sonreía ante esta idea al tiempo que se frotaba las manos como para sacarse el anquilosamiento.
Baudelaire, Deubel, Poe, Verlaine, Rombaud [sic], y otros a los que no pude distinguir murmuraban: «También nosotros vomitamos las ediciones de lujo con las páginas sin cortar reservadas a los bibliófilos chochos que nos rechazaron y nos desesperaron mientras estábamos vivos.»
(L.CATTIAUX)
Iglesia del Surf del Cristo Risueño de la Costa LTD. MMXXIIII ©
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